Este segundo cuatrimestre de 2012 estoy asistiendo a un
curso de Introducción a la ciencia de
las religiones. Las clases son los viernes a la mañana.
Hoy es viernes 21 de septiembre; en Argentina eso
significa que hoy no sólo es el día del estudiante —lo cual explica que acá no se dicten clases en algunos ámbitos–, sino que, también, es el comienzo
de la primavera.
Ahora bien, no sé si ser estudiante es importante —sea lo
que sea aquello que se quiere expresar con la palabra «importante»— o si no puede serlo por ser una más
entre las tantas contingencias del mundo: a mí me gusta ser estudiante y ya. Y
me gusta, entre otras cosas, porque creo que si no fuese estudiante, ahora no me
estaría riendo de las coincidencias (cuasi-irónicas) de que, por un lado, hoy
no tengo clases de Introducción a la ciencia de las religiones porque se rinde homenaje a los restos de
Sarmiento, cuyo mito escolar elemental, además, es que nunca faltó a clases; y,
por el otro lado, que mi asueto coincide con los festejos del día de la
primavera, es decir: con la celebración de la promesa del volver a florecer y
del renacer[1]:
fiesta infaltable desde que el homo sapiens le agarró la mano al ciclo de
las estaciones y se dio cuenta de que se le viene la noche si alguna vez no
cesa el invierno.

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